Hemingway y los gatos: la compañía que no traiciona
Por Evelyn Marzoa
Ernest Hemingway nunca estuvo realmente solo. Aunque su vida estuvo marcada por viajes, guerras, amores turbulentos y noches de escritura frente al alcohol y la máquina de escribir, siempre hubo una presencia constante en sus días: los gatos.
En su casa de Key West, en Florida, los felinos se movían con la misma libertad con la que él buscaba vivir. Dormían sobre sus papeles, cazaban sombras entre las columnas blancas y lo observaban con esa mirada antigua que no pide explicaciones. Hemingway los llamaba “mis amigos silenciosos”. Decía que los prefería a muchas personas, porque un gato no pretende nada: simplemente es.
El escritor veía en ellos una metáfora de la vida misma. Independientes, elegantes, impredecibles. “Un gato tiene absoluta honestidad”, escribió alguna vez. “Las personas pueden ocultar sus sentimientos, pero un gato no.” Quizás por eso lo acompañaban mientras escribía sus historias más duras, desde “Por quién doblan las campanas” hasta “El viejo y el mar”, en donde la soledad y la dignidad se entrelazan como en un animal que se lame las heridas sin pedir ayuda.
Su gato más famoso fue Snow White (nieve blanca), un obsequio de un capitán de barco, que tenía una mutación genética: seis dedos en cada pata. A Hemingway le fascinaba esa rareza, la veía como un signo de suerte.
Hoy, más de medio siglo después de su muerte, los descendientes de Snow White siguen viviendo en su casa convertida en museo, caminando con esa misma calma de quien sabe que pertenece al lugar.
Los visitantes los observan dormir sobre las camas antiguas o bajo la sombra del jardín, y no cuesta imaginar al viejo Ernest sentado cerca, un trago a medio terminar, el sol del Caribe cayendo sobre su barba, y un gato en su regazo. Ambos en silencio. Ambos entendiendo lo que no puede decirse.
Quizás, después de todo, los gatos fueron los únicos capaces de acompañar al hombre que escribió que “el mundo rompe a todos, y después, algunos son fuertes en los lugares rotos”.
Y tal vez fueron ellos, los felinos de seis dedos, quienes ayudaron a Hemingway a sostenerse en los suyos.

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