A 113 años del nacimiento de Edmundo Rivero, el cantor que puso voz al alma del tango
Un 8 de junio, pero de 1911, nacía en Valentín Alsina una de las voces más profundas y personales del tango argentino: Leonel Edmundo Rivero. Conocido por su registro de bajo, su estilo arrabalero y su pasión por el lunfardo, Rivero dejó una huella imborrable en la historia del género.
Un día como hoy, el 8 de junio de 1911, nacía en Valentín Alsina una de las figuras más emblemáticas de la historia del tango argentino: Leonel Edmundo Rivero. Dueño de una voz cavernosa e inconfundible, guitarrista virtuoso y compositor apasionado, Rivero fue, y sigue siendo, una leyenda del género rioplatense, cuya vida estuvo marcada por una singularidad artística pocas veces vista en la música popular.
Nieto de un inglés y criado entre guitarras criollas, Rivero creció en un entorno donde la música fluía naturalmente. Siendo niño, su familia se trasladó al pueblo de Moquehuá, donde una grave enfermedad casi le cuesta la vida. Ese episodio llevó a su padre a dejar el trabajo como jefe de estación de trenes para regresar con los suyos a Buenos Aires, más precisamente al barrio de Saavedra, donde Edmundo se formaría humana y musicalmente.
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Su contacto con el tango y con la poesía popular comenzó desde temprano: ya en la escuela primaria declamaba versos del Martín Fierro. Su tío le enseñó sus primeros acordes en guitarra y también lo inició en los misterios del lunfardo, ese habla marginal y poética que tanto marcaría su identidad artística. Rivero no sólo escuchaba tango: lo vivía en los bares del barrio, lo absorbía de los viejos malandras y lo practicaba en los boliches donde se formó como músico de oído antes de ingresar formalmente al Conservatorio Nacional.
El salto profesional llegó en los años 30. Primero con su hermana Eva, tocando en radios del momento y acompañando películas mudas. Más tarde, ya como cantante de tango, pasaría por las orquestas de José y Julio De Caro, Humberto Canaro, Horacio Salgán y, por supuesto, Aníbal Troilo, con quien alcanzaría un reconocimiento masivo. Aunque su estilo, marcado por su voz de bajo profunda, producto en parte de una acromegalia que definió también su físico robusto y su rostro anguloso, no fue bien recibido al principio, su talento era imposible de ignorar.
Rivero no sólo cantaba: representaba un ideal porteño, con su voz grave, su traje impecable y su gesto recio. Su repertorio abarcó desde el tango más clásico al lunfardo más filoso. En los años 60 fundó El Viejo Almacén, un templo del tango en el barrio de San Telmo que hoy es patrimonio cultural de la ciudad de Buenos Aires.
Compuso y grabó clásicos como Sur, El último organito, Amablemente y Coplas del payador perseguido. Su versión de La última curda, con Troilo en bandoneón, se considera una de las más desgarradoras y sentidas del repertorio tanguero.
Edmundo Rivero murió el 18 de enero de 1986, pero su legado continúa vivo. Su imagen permanece anclada en el imaginario colectivo del tango: la del cantor que no se doblegó ante la moda, que resistió con la fuerza de su arte y su voz una industria que al principio no supo cómo encasillarlo. Su estilo permanece único, irrepetible.
Hoy, en el 113º aniversario de su nacimiento, lo recordamos como lo que fue: un faro del tango, un artista inclasificable y una voz que, como los buenos vinos y los tangos de ley, sólo mejora con el paso del tiempo.
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