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El Marplatense
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    Un cuento de medianoche

    01 de agosto de 2020 - 19:50
    Un cuento de medianoche
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    Acérquense todos al fuego que voy a contarles una historia. Esta es la historia de las historias, la madre de los cuentos, tan antigua como la civilización misma y tan lejana que nos habla del principio de los tiempos. Los que saben, cuentan que mucho antes de que el hombre caminase sobre la Tierra, el mundo pertenecía a los dioses que habían bajado del cielo. Estos dioses estaban divididos en dos clases sociales: una era la clase dirigente, conocida como Anunna, y los otros la clase obrera llamados Igigi. No les asombrará saber que la clase dirigente estaba formada por un grupo muy reducido de dioses en relación a la clase obrera, quienes trabajaban a sol y sombra cavando zanjas, abriendo canales para aprovechar el curso de los ríos, y proveyendo de alimento a sus superiores.

    A esas tareas, las más pesadas y cansadoras, se abocaron los diligentes Igigi, los dioses obreros, comandados por el opresivo dios Enlil, hijo de Anu (rey absoluto de los dioses). Así los días pasaron, uno tras otro, mientras la sangre y sudor de los Igigi tatuaba la tierra y teñía los ríos. Muchos soles, más de los que cualquier humano podría vivir nunca, pasaron. Los Igigi, privados del calor de sus familias por el tiempo y la distancia, blandían sus picos y palas levantando la tierra y depositándola en sus capazos. Las penas eran muchas y las recompensas muy pocas, o casi ninguna aparte del privilegio de poder respirar, un día más, para seguir trabajando a la jornada siguiente. El malestar de los trabajadores era el caldo de cultivo para una rebelión. ¡Aviso!: cualquier parecido con la realidad actual no es en absoluto casualidad, sino más bien causalidad, pues de esa historia se desprende la nuestra.

    Así llegó un buen día en que uno de los Igigi se hartó del trabajo, de las penas, pero sobre todo de no ser el principal acreedor de sus esfuerzos. ¿Quién podría culparlo? Pónganse en su lugar: ahí estaba Anu mirando desde el cielo y haciéndose la permanente en el vello púbico; también su heredero Enlil en su maravilloso palacio de Eridú (las Bahamas de la época) y su primogénito Enki ocupado en hacer espeleología, rafting, y en tocarle los cataplines a unos monos medio evolucionados que se había encontrado por ahí. ¡Cualquiera se concentra en trabajar con tanto cheto atorrante al mando!

    Dije, y así pasó, que estaba la divina bacanidad ocupada en pelotudear mientras sus súbditos se manchaban las manos para que ellos pudieran seguir teniendo hijos con sus hermanas, sus hijas, y hasta con sus nietas (les aseguro que Harvey Weinstein es un eunuco al lado de éstos). El caso es que cuando este Igigi rebelde se cansó, su malestar se fue contagiando al resto de sus iguales hasta el punto en que ya no importaba quién era el paciente cero y quién el cincuenta. Todos estaban hartos, enfermos, asqueados, por lo que viajaron hasta la casa de Enlil, pusieron todas sus herramientas formando una montaña de trastos frente a la puerta de la mansión, y las prendieron fuego. ¡Imagínense el quilombo que se armó! Enlil, desesperado, corría sin dirección y en calzones por toda la casa (esto es licencia mía), y al final terminó pidiendo la escupidera a su visir porque no se atrevía a salir fuera. ¡¿Qué macana, no?! ¿Quién se iba a imaginar que después de apretar tanto la tuerca al final se iba a partir el tornillo? Sin más dilación, y dejando de lado su orgullo, a Enlil no le quedó otra que llamar a su hermano Enki, a la gran diosa Nintu, y también a papuchi Anu -que estaba en los cielos- para que vinieran a ayudarle. En ese momento hasta la casa de Gran Hermano era un templo budista en comparación con el palacio.

    La historia entera es larga, y el espacio que tengo para contárselas es corto, así que resumiendo les diré que cuando los Anunna preguntaron a los trabajadores quién de ellos había iniciado la revuelta, todos al unísono negaron la responsabilidad, o bien todos la asumieron, lo que al final es lo mismo. Ninguno estaba dispuesto a dar su brazo a torcer ante la presión de los oligarcas. ¡Imagínense el cabreo de Enlil! Orgulloso como era, de seguro hasta se le secó el vientre y tuvo que andar tirando de enemas durante los siguientes tres mil seiscientos años. ¡Qué injuria! Me da pena imaginarlo. Sus súbditos, esos perros malolientes, lo habían cercado en su propio palacio y, para más inri, no tenía a quién culpar. ¡¿Qué podía hacer?!

    Así fue como entre musiquita de tensión o tango llorón (usted escoja, como le dijo Quevedo a la Reina Isabel), Enki sugirió una solución que cambiaría el rumbo de la historia para siempre. Quedaba claro que no había manera de persuadir a los rebeldes para que cejaran en su empeño (esto no era un infructífero cacerolazo, ahí lo dejo caer), así que lo mejor sería crear unos nuevos trabajadores para que cargasen con los esfuerzos. Sí… Escucharon bien. No dije “contratar” nuevos trabajadores sino “crearlos”. Fabricar un nuevo ser que reemplazara a los Igigi en el trabajo duro. ¡Me encanta esta parte! Ahora es cuando a alguno de ustedes se le escapa un chorrito de orina. ¿A que no saben a quienes crearon los dioses para trabajar? El salame que dijo “a los robots” por favor que abandone el aula. ¡A los seres humanos, por supuesto! Esta es, según los sumerios, la triste historia de origen de nuestra raza[i]. ¿Cómo se quedan?

    Ahora ustedes se preguntarán ¿para qué les cuento todo esto? Me restan 817 palabras para explicárselos. Lo primero que debería llamarnos la atención es justamente lo que no destaca: ¿a nadie le extrañó el sistema social que describen los sumerios, verdad? ¡Claro que no! Esto es porque, en esencia, es el mismo sistema que ha venido funcionando sobre la Tierra desde la noche de los tiempos. Llámenle ustedes capitalismo, comunismo, monarquía, democracia, sistema representativo, o pendorchocracia. Todo sistema que se ha aplicado (no que se haya descrito) hasta el momento, tiene como fundamento la división de clases. No sabemos cómo pero de alguna manera todo empieza como una exploración anal de rutina (con supuestos fines médicos) y la cosa acaba con medio brazo ajeno haciéndonos cosquillas en el intestino grueso (ya con fines lúdicos). ¿Lindo, no? Si eres fan de las Cincuenta sombras de Grey a lo mejor sí, y sino pues… no.

    Vivimos dentro de lo que en ciencias políticas se denomina capitalismo. Una idea piola, atractiva, porque reza que en función de tu esfuerzo así serán tus ganancias, ¿o no es así? ¡Mis p€l0t@s! ¿Qué pasaría si de repente todos nos volvemos super-productivos, proactivos, castos, cultos, y cracs de la economía? Háganse esa pregunta. ¡En serio! Imaginen ese mundo y después seguimos hablando…

    ¡Atentos, clase! Empecemos desde cero: ¿quiénes toman las decisiones en el mundo? Las personas con recursos, los grandes capitales que de una u otra manera influyen en las decisiones internacionales. ¿De dónde obtienen su ventaja? De la riqueza. ¿Cuál es la fórmula para hacerse rico? Rodearse de gente pobre, ¡claro está! En un mundo donde la prosperidad fuese un bien común de todos sus habitantes, no existiría la ventaja que posiciona a algunos por encima de otros. ¡Y así estamos! Podemos ponerle el nombre que queramos pero básicamente nuestro sistema existe gracias a la pobreza. No hay una Europa sin África, ni una Norteamérica sin sus vecinos del sur. ¡Así queda dicho! Sin la ventaja de la riqueza sobre la pobreza, todas las acciones del sistema estarían destinadas a un beneficio común y no privado. La humanidad evolucionaría. ¡Atentos! Que nadie piense en mis palabras como en una celebración del pseudo-comunismo que existe en países como China, que no es más que una de las muchas máscaras del statu quo.

    Yo hablo de algo que no existe, pero que podría existir. ¿Cómo conseguirlo? Sigamos la fórmula Igigi: el pueblo debe entenderse a sí mismo como una unidad con un propósito claro. Los trabajadores de todos los tipos y colores tienen que ser uno y tienen que ser fuertes. No hay lugar para el egoísmo, el racismo o el sexismo en esta lucha. Nos destruye el reo al que nombran carcelero con la condición de que traicione a la banda. Nos aplastan los sindicatos que hacen gatopardismo, y los colectivos que piensan solo en su beneficio sin atender al plano general de la economía y a las necesidades ambientales y de salud. Nos arruina el no saber bien lo que queremos, lo que pedimos, y sobre todo el no delimitar bien lo que rotundamente rechazamos, o que al menos deberíamos rechazar. Nos aniquila la falta de propósito y constancia, las protestas vacías destinadas a quitarle presión a la olla para que pueda seguir cocinándose el guiso de los poderosos.

    Antes les pregunté ¿qué pasaría si todos fuésemos genios de la economía? ¿No les asombra que siendo ésta una materia tan fundamental de nuestra sociedad no se enseñe en la escuela secundaria? Bajá la mano, nene: no estoy hablando de la clase de contabilidad. ¿Sos tonto o te gusta hacer burbujas de saliva por deporte? Me refiero a clases que expliquen realmente cómo funciona la rueda de la economía, desde lo evidente hasta los entresijos más oscuros y esos pequeños detalles que muchas veces incluyen esclavos, mafias, papas y ravioles. ¡Ápa! Ahora se quedaron todos callados… Queda claro que a alguien no le interesa explicarnos un sistema que, si entendiésemos de verdad, nunca y digo NUNCA permitiríamos que gobierne las horas de nuestra vida. Saludos, amigos…

    Pd: para fabricar a los humanos, los Anunna mezclaron barro con sangre de Igigi. ¿Quieren saber la sangre de qué rebelde usaron? Al final sí que debió haber un perejil que se fue de la lengua, porque la divina bacanidad encontró al incitador[ii] y usó su sangre (voy a imaginarme que a modo de castigo) para que su estirpe, o sea nosotros, fuésemos eternamente esclavos.

    [i] <<Condensaré sangre y haré aparecer los huesos. Haré surgir un ser cuyo nombre será ‘hombre’. Crearé un ser humano, el Lullú, para que se les imponga la prestación laboral de los dioses y [puedan estos descansar. Cambiaré las condiciones de vida de los dioses y las perfeccionaré>>. Pág. 72; “Enuma elish”; Edición de Rafael Jiménez Zamundio; Editorial Cátedra.

    [ii] Y a Wê-ila dotado de personalidad, Ellos (los dioses) en su asamblea sacrificaron. Con su carne y con su sangre La diosa Nintu mezcló el barro (Atramhasis I. 223, 226). Pág. 84; “Enuma elish”; Edición de Rafael Jiménez Zamundio; Editorial Cátedra.

    Aclaración: los conceptos vertidos de quienes opinan son absoluta responsabilidad del firmante.

    AUTOR

    Roberto Garrone
    Roberto Garrone
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