Todos ladran a las 6: la vida de un abuelo y sus 35 perros
Por Stephanie Barrientos
Basta pararse unos segundos afuera de la cerca que delimita los bordes de la propiedad para tener a más de diez pares de ojos mirándote fijo. Entre saltos de emoción, ladridos y sacudidas de colas, los perros se agolpan contra el cerco de madera para recibir al recién llegado.
Su entusiasmo solo crece a medida que uno se interna en el patio. Algunos de los animales son más cautelosos y mantienen su distancia, mientras que otros se aproximan, saltan al extraño como si fueran amigos de toda la vida, empujan sus cabezas contra piernas y manos en busca de alguna palmada de cariño.
Eduardo tiene 77 años y también recibe a los extraños como si fueran viejos conocidos. Abre las puertas de la vivienda y dice que pongan las donaciones en un galpón que funciona como taller y como refugio a los cerca de 35 perros que conviven con él, más otros 15 que alimenta en la zona cercana al basural. Es plena tarde y, en colchones dispuestos en el suelo, varios de los animales duermen, como muchos otros han hecho en estos últimos 19 años.
Se ríe. Dice que ahora duermen, que ahora están tranquilos, pero que todos ladran a las seis, que todos ladran y se pelean de forma juguetona, que todos lo despiertan bien temprano con el ajetreo. “Dan ganas de molestarlos ahora a ellos, como ellos hacen a la mañana”, dice, mientras se acerca a los colchones como para despertarlos, pero se detiene a último momento y sólo sonríe.
“Dan ganas”, repite, pero no lo hace. En su lugar, se pone a señalarlos uno por uno. Allá está Negrita, Lourdes, Coco, Blaki, cuenta. Lolita es la que duerme en el borde del colchón, cerca de la ventana. Los cachorritos están al fondo, dice y los señala. Los mantiene separados del resto de los perros, junto a su mamá, para que estén más cuidados.
Al lado, en la habitación hay otros cinco perros más. Algunos se acuestan en el suelo, otros sobre la cama. Eduardo se ríe y dice que hace dos meses que no puede ir a su casa, que se queda en el refugio para hacerles compañía a sus perros, para que sus perros le hagan compañía a él. Mientras habla, los animales se acercan a él, le apoyan la cabeza para que los acaricie.
Si bien lucen sanos y bien alimentados, últimamente se hace difícil. Cacho siempre se las ingenió para conseguir alimento y, hasta hace poco, iba en bicicleta hasta distintos lugares para recogerlo, pero ahora ya no puede. A los perros les gusta comer comida casera, explica, y por eso mezcla el alimento balanceado que consigue con un poco de arroz partido y de carcasas de pollo o algo de carne, para hacerlo durar más. Los cuida como a hijos y su nieto, Iván, dice que el lugar, más que un refugio, es un hogar. No se imagina a los perros separándose de su abuelo, de la misma forma que ellos se deprimen si no tienen a él. Muchos son animales viejitos, comenta, no se adaptarían a otros lugares.
Al salir del garaje, una serie de cuchas se agolpan en el patio. También hay otros perros que duermen en ellas. Por allá está uno de sus últimos rescates, cuenta. Dice que es una perra a la que dejaron adentro de un vehículo que se incendió, que la perra fue rescatada llena de quemaduras y que un veterinario amigo que los atiende desde hace tiempo le había pronosticado pocos días de vida. Pero sigue, dice Eduardo con orgullo, sigue y está bien, está sana, aunque todavía desconfía un poco de la gente.
Cuando habla de sus perros, el cariño le llena la voz. Habla como si fueran unos niños, como si fueran sus hijos. “A veces se pelean entre ellos, no se muerden, pero se ladran unos a otros, les gusta hacer escándalo”, expresa, con una sonrisa tranquila. Hacen travesuras, le roban sus cosas y las esconden, las muerden, las rompen. Antes tenía un celular, dice, pero lo perdió y lo encontró entre las cosas de sus mascotas, todo mordido. Travesuras.
Son una familia. Una familia que ahora necesita ayuda. El hogar acepta donaciones de alimento balanceado, arroz partido, pipetas anti pulgas, camitas y/o colchones. Eso es lo esencial. “No necesito nada para mí”, dice Eduardo, mientras niega con la cabeza y deja salir una risa corta. Que no, que ya tiene todo, repite, mientras señala a Lolita, a Blaki, a los perritos que duermen a su lado. “Ellos son los que necesitan comer y, aunque no hablan, realmente lo agradecen”, comenta.
Los interesados en colaborar pueden comunicarse al Refugio Ayolas (223 616-1657). En el colchón, los perros siguen descansado. Algún ladrido se oye aquí y allá, pero a la tarde la calma es lo que predomina. Es verdad, tal vez todos vuelvan a ladrar a las 6.